Vaya por delante que la nocturnidad y alevosía con la que se está perpetrando el estatuto soberanista catalán, viene desde el mismo momento en que los impulsores de este jaque a la nación española y a los pilares de la Constitución del 78 –empezando por José Luis Rodríguez Zapatero– no lo han sometido como tal al parlamento, sino que lo han hecho de forma encubierta, a través de una reforma estatutaria que les evite el referéndum ciudadano y las mayorías cualificadas que exige cualquier reforma constitucional.
No nos debe, pues, sorprender el secretismo, la nocturnidad y el mutismo del gobierno del 14-M ante una tarea que básicamente, y gracias a las filtraciones de los nacionalistas, sabemos que está limitándose a un mero maquillaje que encubre, o pretende encubrir, los rasgos esencialmente anticonstitucionales que persisten y caracterizan todo el proyecto.
Tiene toda la razón Artur Mas al vanagloriarse y al destacar este domingo que "lo importante es que por primera vez en muchos, muchos años, las Cortes generales reconocerán una definición de Cataluña como nación". Y ciertamente, jamás las Cortes generales han reconocido semejante dislate jurídico y falsedad histórica, incluida la ocasión en la que aprobaron nuestra ley de leyes. Eso, por no hablar del admitido blindaje de competencias o del liberticida régimen lingüístico elevado a rango de ley.
Para colmo, la cesión fiscal del Estado, que ascenderá al 50% del IRPF, el 50% del IVA y el 58% de los impuestos especiales sobre alcohol, tabaco y carburantes, es sólo una primera entrega a cuenta, pues, como Mas ha recalcado, la participación se podrá revisar cada cinco años con acuerdos bilaterales, sin necesidad de abordar otra reforma estatutaria.
Ante este panorama, nadie debería consolarse por el hecho de que el último sondeo sobre intención de voto, publicado en ABC, sitúe al PP 1,1 puntos por encima del PSOE. A nadie debería sorprender que el estatuto soberanista catalán y las alianzas de ZP con los separatistas desgasten electoralmente al PSOE; lo que debería alarmar es que no lo hagan en mayor medida. Al margen de que esa diferencia en intención de voto no garantiza ni siquiera la alternancia en el gobierno –menos aun la reversibilidad del proceso–, hemos de tener en cuenta que el rechazo ciudadano al estatuto soberanista y a la alianza de ZP y sus socios separatistas supera con creces el 60% en todos los sondeos.
En esa tarea de evitar que ese amplísimo rechazo ciudadano al Estatut se traduzca en un mayor desgaste electoral del PSOE, opera tanto el mutismo y el secretismo del gobierno, como la adormecedora propaganda de sus dominantes medios de comunicación. Además de que esta lamentable y orwelliana tarea mediática será tan imprescindible como implacable, ¿qué decir de la propia anestesia que ETA pueda facilitar "en nombre de la paz" a este "proyecto de desestabilización del Estado español", pactado con los socios de ZP en Perpiñán, y que impulsa ya el propio presidente del gobierno?
Ante la gravedad de lo que ya está encima de la mesa –y de lo que queda por venir–, es imprescindible, no sólo que los escasos medios de comunicación independientes sigan acentuando su denuncia, sino que el PP ponga más carne en el asador, como dijo Mayor Oreja, "cueste lo que nos cueste". Por mucho que Rajoy haya elevado el perfil de la oposición, no tiene mucho sentido que la única manifestación liderada y convocada por el PP en defensa de la Constitución y de la unidad de España se haya limitado a una concentración deliberadamente contraída y acomplejada, como la que tuvo lugar el pasado día 6 de diciembre. ¿No dice Rajoy que la calle también es un ámbito de protesta?
En cualquier caso, y al margen de lo que diga en su día el Tribunal Constitucional –que merece comentario aparte– de lo que estamos seguros es que este plan de demolición del régimen constitucional de España no aguanta el vacío. O lo ocupa la sociedad civil liderada por sus representantes políticos, o les vendrá a robar el protagonismo las contraproducentes manifestaciones de incontrolados, cuyo deber no es hacer de “salvapatrias”, sino obedecer y guardar en silencio el malestar que legítimamente comparten con la mayoría de los españoles.